Sarah

       —Ya sabes la rutina, Sarah — dijo la psicóloga—. Recuéstate en el diván y dime como ha estado tu mes .


«Si es rutina, ¿Por qué no la rompe buscando una pareja? Hay muchos mortales a los que les gustaría una persona que finge que no pasa nada», pensó Sarah. Ella se recostó en el diván.


— Para que no tengamos el problema de la semana pasada, decidí cerrar las cortinas — explicó con algo de miedo la psicóloga—. Aún recuerdo tus gritos cuando mantuve la luz solar.


Tras unos momentos de silencio incómodo, Sarah decidió que debía decir algo. estaba consciente de que no emitir ninguna palabra sólo haría que los motivos de sus sesiones tengan plena justificación. Además, cada visita a su psicóloga no era gratis y sus padres debían desembolsar una cantidad de dinero no muy pequeña.


— Si la memoria no me falla, usted tuvo la culpa — dijo calmada pero desafiante Sarah—. Le dije que iba a llegar un momento donde no podría soportarlo. ¿Acaso usted no vive todos los días con el temor a morir sólo por el hecho de existir como usted o los demás mortales lo hacen?


En ese momento, la psicóloga vio en Sarah algo que no había tenido en cuenta las sesiones anteriores. En las primeras reuniones, trababa con una paciente muy asustadiza, tímida y que proyectaba hacia el exterior un temor casi infantil sobre las consecuencias de sus actos. En ésta sesión, sin embargo, se enfrentaba a una nueva mujer que compartía cuerpo con la anterior Sarah. Es como si hubiese nacido de cero.


—No creo que nuestras sesiones tengan el fin de mejorar la vida del mundo — expresó la profesional, no sin antes encontrar una chispa de valor al tragar algo de saliva—. Ya que tienes ganas de jugar a ser la nueva intérprete de la humanidad, supongo que tendrás una respuesta acerca de los alumnos de tu escuela que aseguran verte atacarlos, humillarlos y en algunos casos morderlos.


Por primera vez en mucho tiempo, Sarah sintió que no estaba en posición de exigir nada. Aquella mujer que estaba junto a ella, no sólo estaba disparando su último cartucho con algo que ella consideraba que era tan vital como respirar sino que además, la obligaba a buscar una nueva estrategia de confrontación. Quizá más calmada. Quizá, más lenta. 


—¿Sabe cuál es el problema? Hay personas que insisten que la Sarah que murió aquel día era la que debía seguir existiendo — expresó Sarah más calmada pero decidida. Inspiró, exhaló, bebió de un vaso lleno de agua que tenía a su lado (no sin antes demostrar con su cara una mueca de asco por ser agua) y prosiguió—. Ninguno de los mortales que creen saber lo que aquella mujer sufría, lloraba y vivía, hasta que tuvo que morir para que naciera la Sarah que tienes al lado. Y si deben ser convertidos o destruídos para comprender o ser más libres, gustosa seré la que les dé de beber de su propia libertad. Usted misma sabe que es una gran verdad, Usted vivió en carne propia lo que la unión de Los Hijos de Adán y Eva son capaces de hacer.


En ese momento, la psicóloga sintió como si Sarah hubiera tocado la puerta de algo que ella misma tenía oculto. Es como si aquella mujer, que no debiera por su edad saber más que ella, hubiera leído su historia cual libro abierto y hubiera descubierto algo que era su historia, mas no lo hacía público. «¿Cómo es posible? ¿En qué minuto llegamos a ésto? Nunca he hablado con mis pacientes de mi vida privada, ni mucho menos de mi época escolar. ¿Será que acaso Sarah sí cambió, tiene poderes y está haciendo una demostración de aquello?», pensó ella. Por primera vez en mucho tiempo, la profesional sintió temor.


—Ya se lo dije. Algo en mí cambió y una de esas habilidades que adquirí fue el poder leer los miedos de la gente — dijo feliz pero desafiante Sarah— ¿Tenía cómo saber esas y más cosas de usted? No. Y lo más probable es que meses antes tampoco hubiese tenido como saberlo. Me bastó con mirarla a los ojos y su mente se abrió ante mí cual libro abierto. Y no se imagina cuantas cosas más tus pensamientos, sentimientos y miedos dijeron sobre usted. Si quiere, puedo hacerle una demostración gratis.


—Volvamos a la sesión, por favor — dijo la psicóloga enérgica pero nerviosa—. ¿Qué te hace sentir una superioridad sobre tus compañeros? ¿Ahora sí lo vas a contestar?.


—¿Lo ve? ¡Ahí vamos de nuevo!  — dijo feliz pero desafiante Sarah— ¿Tenía cómo saber esas y más cosas de usted? No. Y lo más probable es que meses antes tampoco hubiese tenido como saberlo. Deme unos minutos y le explico. No voy a decir cosas como la calle en la que vive, o su marido ni tampoco gustos de comida, ya que son aspectos fáciles de investigar. Pasemos a algo más conveniente a mi favor. Usted se avergüenza de muchas cosas que hizo y aún siente ahora mismo, por temor a perder el control. Bueno, no la culpo. Los mortales son muy temerosos a la sensación de que se derrumbe todo aquello que le da estabilidad, un estatus e incluso un nombre en la vida. Si se enterasen que una eminencia de la Psicología, con una familia de ensueño, defensora de las buenas costumbres y todo eso, en su juventud no sólo andaba protestando en las sombras sino que, además, no es fiel a sus sentimientos sobre lo que hace creer que es el amor, sería su fin. ¿O cree usted que no me di cuenta cuando empecé a cambiar mi vestimenta que me quedó mirando como si entrara el ser más bello del mundo? 


Si antes el temor estaba llegando a la profesional de la salud mental, aunque lo podía soportar, ahora tenía ganas de salir de su oficina y no volver nunca más. Siempre es profesional y nunca ha demostrado a sus pacientes algo que haga intuir siquiera como es su vida privada. Lo que Sarah le acaba de decir, era algo tan íntimo que ni ella misma se acordaba y si lo hacía, prefería olvidarlo. No tenía ninguna lógica en su cabeza. 


«No puedo negar que es muy hermosa. No debería sentir ésto, pero no la puedo dejar de mirar», dijo la psicóloga, mientras intentaba desviar la mirada y buscar una manera de retomar la conversación.


—Bien. Como siento que hoy fue una pérdida de tiempo, me retiro  — expresó Sarah camino hacia la puerta—. Por primera vez en mucho tiempo, logré dejarla sin palabras. Además, no creo que algo que haga o diga la haga cambiar de opinión sobre mi estado mental, que como ya le dije, fue una transformación.


—¡Espera, Sarah! — gritó la psicóloga—. No quiero que te vayas. No me dejes sola.


—¡Vaya! Eso no me lo esperaba para nada  — dijo Sarah—.


—La verdad, yo menos  — le dijo la psicóloga—. Es incomprensible lo que acaba de pasar. No debería decirte ésto, Sarah, pero tengo miedo, pero a la vez, siento que si te dejo ir, no me lo perdonaría nunca.


—Eso suena de lo más tentador, viniendo de una persona como usted. Solo existe un pequeño problema  — Sarah pronunció esas palabras mientras miraba a la otra mujer desde la puerta —. Los seres como yo, reconocemos dos cosas en las personas. Una es la mentira y otra es a un hermano o hermana. Y no crea que no descubrí que en esa anatomía de diosa e inteligencia perfecta que posee, habitan ambos aspectos. Debo irme. Dulces sueños. Gracias por ésta sesión y recuerde escoger una nueva mentira para su familia. 



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